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Abril. España está viviendo su último aliento unamuniano ante una desesperada vitalidad antes de hundirse en la aculturación.

ABRIL, el mes más cruel, según la poesía de Eliot, pero también el mes de la convulsionada II República española, los esperanzadores claveles en Portugal, la legalización del Partido Comunista de España en el rojo Sábado Santo de la Transición política o el final trágico anunciado de la guerra incivil del 36, aunque también los abriles nos traen otros alicientes de la Pascua florida como el cervantino día del libro y los ecos de quienes desean transformar la realidad corpórea de este país ante tanta desilusión política y la alienación urbana y laboral a un pensamiento de mutación cultural populista, degradante y negativa para la sociedad.


España está viviendo su último aliento unamuniano ante una desesperada vitalidad antes de hundirse en la realidad de una mayor aculturación e incivilidad ante la muerte intelectual en vida de la política y de aquellos, que con sentimientos de vocación idealista y humanística, querían trabajar para ayudar a la sociedad a progresar hacia el futuro cada vez más incierto, más inseguro, quedando solo el rescoldo de refugiarse en la tradición clásica para superar la derrota de la cultura por una clase política, quienes han hecho de la gestión y la gobernanza pública una metástasis de laicista inmoralidad.

A veces pienso, en las largas madrugadas de insomnio, que solo nos queda en la sociedad actual el periodismo libre para la búsqueda de una ética y estética que no saquen de este "totum revolutum" político y poder renacer de la cenizas de la virtual pesadilla de irrealidad para comprender mejor las actuales tribulaciones y turbulencias de toda índole que invaden con complejidad telúrica los sentidos de este herido país.

En fin, un melancólico día atrás, torrencialmente lluvioso y gélido, compartiendo entre amistades tormentas de ideas ante un humeante café descafeinado, sin lactosa y con sacarina, preguntaron con agnosticismo espiritual, sí le tenía miedo a morir, y la conjunción de los inesperados sentires, me hicieron reflexionar y responder con la miope mirada, que ni la muerte ni el sufrimiento deben de darnos miedo, que la imperfección de la vida es la muerte, nos iguala, y la mortificación en la vida es la santidad, no la de los barrocos altares, sino aquella que cuando expira el último hálito libera el espíritu, dejando atrás todo el bien y todo el mal y se une mediante la mecánica cuántica al silencio de Dios.

Rafael Leopoldo Aguilera 


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