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Adagio

OTOÑO otoñeció sin frío ni estufa en el mar mediterráneo almeriense, testimonio de bruma y desesperanzas que se extienden con respiración pausada, lenta y silenciosa por las angostas calles y plazas decimonónicas entre alfombras de hojas perennes que caen pasionalmente de los árboles al ritmo de salmos monásticos.
Llegan con el viento como caricias las sombras del verano abatiéndose en la lejanía del mundanal ruido de la ciudad para cubrir los cielos de nuestro azul celeste luminoso ante tantas tribulaciones, penas melancólicas, tumbas de muertos y trenes vacíos. 
Tibio rocío en la penumbra del atardecer impregnada del cántico de la soledad silenciosa en el bullicioso clamor de sonidos de las almas convertidas en calladas y afónicas respuestas del corazón a los avatares del milenio crematístico y globalizador. Goteo permanente de lágrimas de fuentes, cañillos de agua purificadora de sobrevivir diario de la vida ante los ayeres irrecuperables en el tiempo y en el espacio de paisajes sombríos y hojas de amargura sin lugar en el corazón donde cobijarse sin mirar al cielo. 
Un domingo, cuando el amor hechiza, cualquiera como éste último o el siguiente, o cuándo fuese, recibimos una bellísima rosa floreciente con aroma de infinitas fragancias y bálsamos del jardín de la Casa Museo Andrés García Ibáñez, llegándole anticipadamente la caída lenta de sus bellos pétalos ante la honda calma pictórica pasional de sus salas interiores de carácter capitular con sonidos a órganos celestiales. 
Brotes verdes, si, cuándo vuelva la primavera esperanzadora, la vida pura, clara, real, cuando la envuelve la dulzura del incienso y el azahar al sones de compases musicales de soledad franciscana camino de la madrugá con verónicas y cirineos que coadyuvarán el duro peso de las cruces del paro, la enfermedad, la educación y la incomprensión. 
Bien calzados todos, paso a paso y con alguna chicotá tras la última levantá, es como vamos avanzando camino de la plenitud, arrimando el hombro con pasión cuaresmal y a ciegas bajo los faldones de la trabajadora para alcanzar la vida y la esperanza, aunque sea a través de un poema con un total de 17 serventesios eneasílabos rematados por un eneasílabo suelto que no rompa la perfecta simétrica, temática y rítmica del último verso de nuestra más sentida tradición consuetudinaria secular. Cuando a la luz de las estrellas y el aire eche a correr, suenen los ayes de saetas y las bambalinas en su movimiento ondular como las olas del mar vuelvan a sonar con el rachear de los pasos de los hombres y mujeres, que comparten al unísono el sonido del llamador de "a ésta é", será el momento de poder aclamar con voz alta "ahí queó" en el plenilunio de la primavera más floreciente del mañana a la luz de un mundo con mejor de justicia y paz.

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