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Sábado Santo. Jesús ha muerto en la Cruz.

Santo Cristo Yacente
Foto: María del Mar Aguilera
Vía crucis de Juan Pablo II
Duodécima Estación
Jesús muere en la Cruz

«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). En el culmen de la Pasión, Cristo no olvida al hombre, no olvida en especial a los que son la causa de su sufrimiento. Él sabe que el hombre, más que de cualquier otra cosa, tiene necesidad de amor; tiene necesidad de la misericordia que en este momento se derrama en el mundo.

«Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Así responde Jesús a la petición del malhechor que estaba a su derecha: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino» (Lc 23,42). La promesa de una nueva vida. Éste es el primer fruto de la pasión y de la inminente muerte de Cristo. Una palabra de esperanza para el hombre.

A los pies de la cruz estaba su Madre, y a su lado el discípulo Juan evangelista. «Jesús dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,26-27). Es el testamento para las personas que más amaba. El testamento para la Iglesia. Jesús al morir quiere que el amor maternal de María abrace a todos aquellos por los que Él da la vida, a toda la humanidad.

Agrupación de Hermandades y Cofradías
Foto: María del Mar Aguilera
Poco después, Jesús exclama: «Tengo sed» (Jn 19,28). Palabra que deja ver la sed ardiente que quema todo su cuerpo. Es la única palabra que manifiesta directamente su sufrimiento físico.

Después Jesús añade: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; cf. Sal 21,2); son las palabras del Salmo con el que Jesús ora. La frase, no obstante la apariencia, manifiesta su unión profunda con el Padre. En los últimos instantes de su vida terrena, Jesús dirige su pensamiento al Padre. El diálogo se desarrollará ya sólo entre el Hijo que muere y el Padre que acepta su sacrificio de amor.

Nuestra Señora de los Dolores
Foto: María del Mar Aguilera
Cuando llega la hora de nona, Jesús grita: «¡Todo está cumplido!» (Jn 19,30). Ha llevado a cumplimiento la obra de la redención. La misión, para la que vino a la tierra, ha alcanzado su objetivo. Lo demás pertenece al Padre: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Dicho esto, expiró. «El velo del templo se rasgó en dos...» (Mt 27,51). El «santo de los santos» en el templo de Jerusalén se abre en el momento en que entra el Sacerdote de la nueva y eterna Alianza.

Pausa de silencio
Oremos: Señor Jesucristo, Tú que en el momento de la agonía no has permanecido indiferente a la suerte del hombre y con tu último respiro has confiado con amor a la misericordia del Padre a los hombres y mujeres de todos los tiempos con sus debilidades y pecados, llénanos a nosotros y a las generaciones futuras de tu Espíritu de amor, para que nuestra indiferencia no haga vanos en nosotros los frutos de tu muerte.

A ti, Jesús crucificado, sabiduría y poder de Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

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